No es fácil describir a un pueblo tan original, poseedor de una reputación de despiadada ferocidad; ni es fácil que la sociedad occidental comprenda su manera de pensar y de vivir. Existen muchos relatos y libros acerca de ellos, muchos cargados de fantasía o que se concentran únicamente en los cruentos detalles de su historia bélica. Este pretende ser un relato diferente. No es un análisis antropológico, tampoco la exaltación de un mito ni la descripción de la guerra de las lanzas que vivió este pueblo hace no más de 50 ańos. Aquí intento retratar una faceta poco conocida que me brindaron algunos de los miembros más viejos de esta fantástica cultura en el tiempo que viví entre ellos, y que, ojalá, ayude a que nos acerquemos a su verdadero corazón. Estos viejos son un ejemplo de lo que puede alcanzar el ser humano a través de generaciones de vivir inmerso en la naturaleza, en Dios y en sus congéneres. Lo que relato aquí es lo que me han permitido ver y entender estos personajes. Seres únicos, cada uno arquetipo de las diferentes expresiones humanas reducidas a su forma más pura e inalterada. Nadie pretende ser como nadie y cada quien es simplemente quien es. Fluidos y dinámicos, sin atadura a cosa alguna, acostumbrados a nada, totalmente desprendidos, viviendo únicamente en el presente. Siempre están listos a saltar y correr o a entregarse desde la madrugada a horas enteras de cánticos. Más fuertes que ninguno pero sin sentido de su propia fuerza o de la perfección de su cuerpo. ĄQué manera de reír, qué manera de gozar! Con una sinceridad completa en cada movimiento, en cada frase y en cada silencio. Uno no puede menos que conmoverse ante la perfecta integración que parecen haber logrado entre sus mentes, espíritus y cuerpos, y a la vez con la energía divina del universo. Son soberanos absolutos: libres de dudas, libres de ataduras y de caos interno. Sin embargo, hay que hacer un esfuerzo sincero para llegar a conocerlos ya que son personas que viven adentrados en sí mismos. Si no te das cuenta de que son como un espejo en el que se refleja tu propio estado de conciencia, te puedes decepcionar profundamente. En la mayoría de ocasiones dirán lo que quieres escuchar y harán lo que quieres ver y esto dura hasta que les da la gana. Son capaces de robarte todo lo que has traído y dejarte botado en medio del monte o verte como a un árbol de frutas del que pueden cosechar todas sus posesiones materiales. A mí, creo que por la actitud sincera con que llegué, siempre me trataron como a un amigo y no me robaron más que el corazón. Yo fui sin prejuicios, sin deseos de ninguna clase, no llevé mucho más que mis manos para trabajar. Creo que por eso tuve el privilegio de que me llamaran huebeca huaorani. Ese es mi consejo para quien quiera conocerlos: que vaya con el corazón sincero y que llegue donde los viejos, que son los que nunca cambian; que se acerque como a hermanos de la misma patria, aunque la mayoría de ellos, especialmente los de más edad, ni siquiera sepan que viven en el Ecuador. No comprendo hasta ahora que Huepe, un anciano de Quehueiriono, nunca duerma. Durante dos semanas fui el primero en despertarme y el último en cerrar los ojos, solo para intentar verlo descansar. Sentado cómodamente en su hamaca, mientras hilaba chambira, Huepe no dormía la noche entera. Me despertaba en la madrugada, junto al fogón que se había apagado al costado de mi hamaca. Huepe lo prendía y se retiraba riendo, como si supiera de mi plan para sorprenderlo durmiendo. En todas las visitas que después hice a su casa, jamás lo vi dormir, ni siquiera acostarse para descansar. Al ver su cuerpo de madera dura y sus brazos de sólida piedra, tuve que preguntarle “Huepe, żcómo lo has logrado?, tienes casi cien ańos y estás más fuerte que cualquiera’. Él me respondió: “No hay nada de vago en mi cuerpo, siempre estoy caminando y mi mente está libre”. En ese momento me di cuenta que estaba ante la presencia de un maestro. Estábamos un día juntando leńa para sus dos mujeres. Cada una tiene su propia casa, y él ahora vive con la más joven. Había una gran cantidad de leńa en el yucal y yo me disponía a cortarla, pero me regańó diciendo que solo la leńa más fina es para sus esposas. Caminamos cerca de una hora hasta llegar a un árbol tumbado en una pendiente. La dureza de la madera y lo pronunciado del terereno dificultaban mi trabajo, por lo que Huepe me quitó el hacha y en menos de media hora tenía llenas dos canastas de leńa. Si no estábamos cortando leńa, nos dedicábamos a la artesanía, a la pesca, a la limpieza de la chacra o a la preparación de una nueva. Desde el amanecer hasta el anochecer, pasaban los días y no había un solo momento en que no estuviéramos trabajando en algo. Las tardes y madrugadas, Huepe las pasaba contando historias del tiempo pasado. Las más interesantes eran las que hablaban de un único dios: Meme Huengongui, el Abuelito Creador, y su esposa Huencantoqui. El Abuelito Creador mandó las aguas para matar a la gente que había dejado la vida sana y las instrucciones originales: vivir en paz, no mentir, no robar, respetar las relaciones matrimoniales y no hablar mal de los otros. Dios venía caminando y en sus brazos tenía amarradas cintas de algodón de donde colgaban flores rojas de ehuenbaveng y, tras de él, venían las grandes aguas. “Abuelito Creador, no nos mates, nosotros siempre hemos respetado para vivir, tal como nos has dicho”, decía un hombre. Y Dios golpeaba fuertemente con su pie en el suelo para que las aguas se apartaran de alrededor de la gente. A otra familia que vivía correctamente, el Abuelito Creador le dijo que haga una canoa del árbol de emebu, y que cuando la tuviera lista y escuchara que estaban llegando las aguas, subieran todos al bote con todas sus plantas cultivadas. De esa manera es como se salvó aquella familia. Cuando yo le preguntaba si esta historia no la habían aprendido de los misioneros, por su parecido a la de Noé, Huepe se reía diciéndome “cuando los misioneros llegaron me contaron sobre Dios y yo les dije: ya sé todo lo que me dicen, ahora déjenme enseńarles a ustedes cómo es, pero no quisieron escuchar”. Él solía decirme riendo “qué sencilla es la visión de ellos, piensan que saben todo pero tienen los ojos y las orejas tapadas”. “Nosotros ahora estamos en el cuarto mundo”, me dijo, “y el gran diluvio fue la última de las etapas de destrucción. Antes de eso, solo había una lanza de chonta con la que las familias se acababan entre sí. Después llegó Nenquihuenga, el hijo del sol, y enseńó a un huaorani cómo se hacían las lanzas de chonta. Antes de eso, la gente había sido destruida por el fuego y únicamente dos familias que vivían correctamente se salvaron. Esto fue en tiempos muy antiguos. Hay muchas, muchas historias”. Un día soleado caminábamos por la selva, cuando el viejo Huele con mucho entusiasmo me seńaló una mariposa. Era una mariposa insignificante, ni siquiera era una de aquellas con notables colores. Simplemente una aburrida mariposita cualquiera, pero para Huepe parecía ser el más estupendo espectáculo. Mira, mira decía, mientras saltaba de emoción. La mariposa bajaba lentamente hacia una flor, también una flor poco llamativa. Huepe se moría de la risa, casi no podía respirar. Cuando la mariposa comenzó a alimentarse de la flor, el espectáculo llegó a su cumbre. Desde el suelo, donde estaba caído riendo y riendo con las manos en la barriga, levantaba la cabeza para verlo. Una ocasión en que nos adentrábamos al que sortear un pequeńo barranco que había al otro lado del mismo. Después de hacerlo, me di la vuelta para ayudarlo a subir. Me miró a la cara y pasó saltando con gran risa. żQué te pasa, -me dijo- quieres matarme?. Ese momento comprendí cuál es el corazón del pueblo Huaorani: su soberanía. Cada familia es una nación y cada individuo es un soberano totalmente independiente, y cada quien tiene que lograr esa soberanía por sí mismo. El que solicita ayuda está invitando a la muerte. Desde los 11 ańos, un huaorani ya puede sobrevivir solo en la selva, o así es en el caso de los que no han sido aún colonizados. Ahora he escuchado que piden hasta el propio calzonario a quien los va a visitar, aunque entre ellos sigan viviendo esa soberanía. Esta independencia personal es vivida hasta en los detalles más sencillos de su vida. Si hay algo que se necesita que está al otro lado de la casa, uno no le pide a alguien que está por ese lado que se lo pase, uno mismo se levanta y lo toma. Tampoco nadie le dice a nadie lo que debe hacer ni cómo hacerlo, ni siquiera a los nińos. En otra ocasión vi una expresión más exagerada de esta independencia brutal y cuán firme se la vive. A un hombre le picó una mantarraya, aguantando el agónico dolor, intentó regresar a su casa, mientras los otros huaorani pasaban junto a él como si estuviera sano. Él no les pidió que le ayudaran ni tampoco ellos le preguntaron si necesitaba ayuda. Personalmente creo que ésta es una situación extrema, pero demuestra de una manera desnuda, descamada, la vivencia de la independencia total. Me ponía a pensar cuántos problemas de nuestras vidas se originan de esa falta de independencia en lo social, económico o emocional, y cuánto menos nos afectarían las crisis del sistema en que vivimos si no dependiéramos tanto de él. Una seńora, ya abuelita, nos enseńó a unos vecinos y a mí una cicatriz en su barriga por donde había pasado una lanza, y nos contó: “casi muero cuando me atravesaron por la barriga. Mi familia cortó la lanza por ambos lados y quedó dentro de mí un pedazo. Por una semana estuve tendida en la hamaca, luego me sentí un poco mejor y tomé algo de chicha. Cuando tuve otra vez algo de fuerza me fui a trabajar en la chacra, allí se cayó el pedazo de lanza y luego me sané. Yo pensaba en la increíble fuerza física y espiritual de esta gente, porque cualquier otra persona hubiera muerto. Entre los pueblos amazónicos, los Huaorani son únicos de varias maneras. Talvez la más notable sea que no utilizan ninguna substancia psicotrópica. No beben ayahusca ni floripondio ni chiricaspi. Tampoco fuman tabaco y cuando la chicha se pone fuerte, la botan. “Ésta es la manera durani bai, la manera de los antepasados”, me decía Kai una tarde, sentados a la orilla del río Yasuní. Actualmente, los jóvenes han aprendido otras maneras: ahora toman chicha fuerte y se emborrachan, fuman tabaco y algunos han aprendido a tomar ayahuasca y floripondio con sus vecinos quichuas. A pesar de que los viejos nunca utilizan plantas tóxicas, tienen un profundo conocimiento de ellas y de sus efectos. Gomo, el shamán tigre, me relató que en épocas antiguas, cuando los huaorani todavía eran hombres muy pequeńos, como los monacagaeri, y el cielo todavía estaba cerca de la tierra, no comían carne ni mataban animales. Vivían únicamente de chicha de ungurahua machucada con hojas de miiyabu (una variedad de ayahuasca silvestre). El miiyabu viene de la sangre de la boa arco iris, que en tiempos ancestrales era lo que unía la tierra con el cielo. En el tiempo que pasé con ellos tampoco los vi realizar ningún tipo de rito ni ceremonia definida. Los rituales de alguna manera son eslabones entre los individuos con su naturaleza original. Con el tiempo, muchos fueron suplantados por sus fetiches, sin los cuales la gente se sentía vacía. Esta dependencia aisla al individuo de su naturaleza original, pero el individuo libre, el que no se ha desviado de su esencia, no depende de rituales, ni de su cultura ni de sus creencias, y así he visto a los viejos huaorani. Siempre están en unión con lo divino, cada momento es como una nueva vida y cada instante es un eterno estado de frescura. Es esta integración espiritual y la conservación de su naturaleza original el mayor tesoro al que cualquier ser humano puede aspirar, por ello me considero afortunado de haber podido conocer a esta gente y haber podido aprender de ellos. Lamentablemente ahora la colonización y aculturación de su pueblo los está haciendo separarse de esa naturaleza prístina. Ahora comienzan las épocas difíciles para ellos. Como dijo el Gran Jefe Seattle de Norteamérica cuando ocurría un proceso parecido con su gente: ‘Es el fin de la vida y el principio de la supervivencia”. Hay unas grandes celebraciones de la abundancia del bosque con infinidad de cantos y bailes tradicionales. De hecho, en una aldea tradicional huaorani (cada vez más escasas) durante todo el día y gran parte de la noche, se puede escuchar a alguien cantando. Cuando en una casa dejan de cantar, en otra casa comienzan. “La historia es muy larga —me dijo Nenquemo— por eso siempre tenemos que estar cantando, para no olvidar”. En una de esas celebraciones, había casi 300 personas entre mujeres y hombres. Todas las comunidades estaban presentes menos los clanes no contactados: los Tagaeri, Taromenane y Huiatare. Ellos no querían saber nada de nadie, ni de los huaorani que han querido aceptar el mundo cohuodi. Por eso no llegaron a la fiesta, ni tampoco hubo quién se atreviera a invitarlos. Todas las mujeres estaban en el centro de la casa, abrazadas fuertemente. Sus caras pintadas y sus cabezas con coronas, con hojas amarradas en sus brazos y hojas de palmeras en las manos. Mientras cantaban, se desplazaban en círculos en el centro de la casa: “Somos como las loras de colores briosos, estamos volando por el aire buscando los árboles de frutas. Una encuentra las frutas, canta y así el resto viene para gozar, somos la gente del bosque. Ésta es la fiesta del bosque”. En los bordes de la casa, los hombres saltaban y corrían alrededor de ellas, con sus manos sobre los hombros de los otros, también cantando: “Somos como los sahínos, corriendo en grupo, siguiendo a las loras, cuando ellas encuentran un árbol de frutas y se ponen a chupar, nosotros vamos a comer todas las frutas que hacen caer, somos los Huaorani, somos la gente del bosque. Ésta es la fiesta del bosque”. En medio de los cantos le pregunté a Untugamo qué quería decir cohuodi. “Es es el nombre para todos los que no son huaorani”, me dijo mi amigo. Luego me enteré que quería decir caníbal o “los que cortan todo en pedazos”. Ésta es su historia: En la antigüedad, un hombre deseaba la esposa de su hermano y ya no aguantaba las ganas. La siguió hasta la chacra, donde vio cómo una boa salía del río y se enroscaba en el cuerpo de la mujer. Regresó corriendo el hermano y, cuando el hombre regresó de cazar, lo invitó a comer y le dijo: hermano, creo que tu mujer está teniendo relaciones con una boa, debes seguirla a la chacra y esconderte para ver. Así lo hizo, y cuando la boa se enroscó en su mujer, salió de su escondite y la mató de un solo golpe. A su mujer la llevó a la casa y le dio unas plantas para que abortara. Ella abortó puras culebras. Cuando después de unas semanas ella regresó a la chacra, vio cómo los gusanos de la boa podrida se transformaban en nińos frente a sus propios ojos y le decían “mamá, mamá”. Ya que había tenido relaciones con la boa, pensó que podrían ser sus hijos y los llevó hasta su casa y allí los crió. Estos nińos eran todos de razas distintas, y de los dientes de la boa sacaban artefactos que los huaorani nunca habían visto: botas, machetes de metal y carabinas. Cuando crecieron un poco, supieron por el canto de la pava hedionda que su verdadero padre, la boa, fue muerto por el marido de su madre. Se organizaron entre ellos para vengarse y mataron a su padre huaorani que los había criado, ahumaron su carne y se la comieron. Luego robaron las plantas de los huaorani y se fueron a vivir río abajo. Esta es la historia del origen de todas las razas, los que comieron a su papá, los cohuodi. Todos los que no son huaorani entran en esta denominación, excepto los huebeca huaorani, que son otras personas que viven como ellos, como la gente, en otros lugares. Los huaroani. Un pueblo guerrero que ha luchado durante un siglo contra caucheros, soldados y petroleros que asediaban su territorio, hoy han aceptado de manera consciente la paz porque es lo que todos ellos aman. Sin embargo, ahora enfrentan su reto más difícil: la inserción en la economía de mercado y un contacto cultural despiadadamente desigual. En realidad, el cambio ya ha comenzad y se adueńa de las nuevas generaciones: cuando mueran estos viejos, sus hechos y costumbres no quedarán más que en la memoria de los que tuvimos la suerte de conocerlos. En pocos ańos, este maravilloso pueblo amazónico ya no será el mismo. Sin duda, lo mejor que se puede hacer por los huaorani es simplemente dejarlos solos. Ellos saben cómo vivir y definitivamente no necesitan la ayuda de nadie. Más programas gubernamentales, carreteras petroleras, misiones religiosas o asistencia de fundaciones, lo único que logran es acrecentar el caos entre los huaorani, no importa cuáles sean las intenciones. Si la nación ecuatoriana tan solo pudiera dejarlos vivir de la manera que hasta ahora lo han hecho, creo que ellos se encargarán de seguir siendo los pilares entre el cielo y la tierra.

italiano LAST OF THE RAIN FOREST PEOPLE

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